lunes, 11 de mayo de 2015

El delfín y la golondrina (parte II)

Y ella, que apenas había reaccionado hasta el momento, negó con la cabeza sin dejar de mantener inmóvil el resto de su cuerpo. Sin embargo, al no obtener una respuesta más rotunda, el delfín prosiguió:

-Es raro verte en el suelo sin volar, puedo ayudarte?

Inspiró profundamente hinchando su blanco buche y, al fin, ésta contestó casi en un susurro:

-No, no estoy enferma. Tengo un ala herida que me impide volar porque me duele mucho.

-¿Comes peces? ¿Te traigo uno pequeñito?

En el rostro de la golondrina dibujose entonces una leve sonrisa, contempló al delfín y pensó que ese animal era tan grande como tierno, porque se preocupaba por ella sin conocerla de nada. Y acertó a articular:

-No como peces, pero gracias por tu ofrecimiento. Nadie en todo el bosque se ha parado, como lo has hecho tú, al verme en el suelo, mucho menos para brindarme auxilio.

-No hay nada que agradecer, pues todos en algún momento necesitamos que nos ayuden. Mas no me has dicho cómo puedo hacerlo yo.


-Me encuentro sola y abandonada a mi suerte; ya es suficiente con que estés hablándome. Aunque querrás conocer qué me ha pasado, ¿verdad? Sobrevolaba este lago junto a mi familia y, sin saber de dónde, apareció un halcón que me atacó con terrible fiereza. Aún y con todo, logré huir después de una interminable persecución, sin embargo, cuando alcanzaba de nuevo la bandada, contraatacó mostrando sus afiladas garras deseosas de atraparme justo por el ala que ahora ves herida. Y lo peor de todo es que aquí, en el suelo, estoy completamente expuesta a cualquier depredador que merodee el bosque.

Nuestro amigo, que escuchó el relato con esmerada atención, intentó tranquilizarla:

-Eso no sucederá, yo cuidaré de ti hasta que tu ala se cure. Me quedaré contigo y, así, nadie se atreverá a acercarse para hacerte daño. Lo que no sé, es cómo podrás resistir sin alimento hasta que puedas volar otra vez. Por cierto, ¿qué comida os gusta a los de tu especie?

-Insectos-, replicó ella entre abrumada y halagada por la disposición de su ya respetado amigo.

Él la miro pensativo intentando dilucidar alguna solución y, como los delfines son muy inteligentes, apenas tardó en hallar su propósito:

-¡Tengo una idea! Como no puedes volar para alimentarte pero sí puedes andar, busca flores por la orilla y me las das a mí.

Lo miró confusa sin comprender muy bien qué relación podía existir entre unas flores y su problema:

-¿Para qué quieres que te traiga flores?

A lo que el Delfín aclaró:

-Para ponerlas en mi boca. Me tumbaré a tu lado con ellas en los labios, los insectos acudirán al reclamo del aroma y, cuando estén cerca, tú los atraparás con el pico.

La golondrina no daba crédito a lo que escuchaba, era incapaz de salir de su asombro ante tan extravagante idea, no podía creer que un extraño se tomará tantas molestias por una pobre ave como ella. No obstante, se dejó convencer por su amigo y, en contra de lo que pensaba, nunca le faltó sustento durante su reposo.
Pulcramente uno cumplió lo dicho sin separarse un instante de su amiga, y la otra recuperábase lentamente mientras reparaba en que su amigo, aunque callaba, necesitaba nadar y saltar porque así era su naturaleza. No en vano, en diferentes ocasiones le propuso que lo hiciera, pero la criatura marina se negaba constantemente por temor a que apareciera algún depredador en su ausencia. Tal que a lo más que llegaba, y sólo cuando la notaba muy reseca a causa del aire y el sol, era a sumergirse un poco para aliviar su piel.

Así pasaron las noches (en las que ella acostumbraba a acurrucarse junto a él hallando calor y protección) y los días (período que destinaban a conversar reír e incluso llorar juntos) creándose, sin darse cuenta, un vínculo tan fuerte que les llevó a prometerse no separarse, a no dejar de verse jamás.

Incansablemente, desde la aurora al ocaso, el delfín la animaba a que intentará volar, pero por miedo al dolor y, sobre todo,  por miedo a separarse de él, evitaba obedecer. Se trataba, al fin y al cabo, de dos seres que se sentían solos y que, poco a poco, fueron habituándose a tener a alguien a quien poder contar todo aquello que pensaban y anhelaban, a pesar de pertenecer a especies diferentes.

Pero un buen día, y sin esperarlo, la golondrina se elevó instintivamente hacia su compañero que se encontraba en la ribera del lago. Ya no sentía dolor. Estaba curada.

-¡Has volado, golondrina!

-¡Mi ala está curada!- pronunció ella posada sobre su cabeza.

Mas este acontecimiento no fue impedimento para continuar juntos y, en la oscuridad de la madrugada, siguieran beneficiándose del mutuo calor que se proporcionaban.

El resto de animales que habitaban el entorno, observaron lo sucedido comentando entre sí que eso era imposible, que nunca un delfín y una golondrina podrían estar juntos,  porque eso era atentar contra la ley de la naturaleza. Ellos, ignorando cuanto se decía a su alrededor, reían como se sentían: felices.

El tiempo pasaba inexorable y en su transcurrir ella notó cada día más ausente y distante a su auxiliador, a quien contemplaba desde las alturas, comprobando que cuando nadaba no saltaba tanto y canturreaba mucho menos. Por lo que resolvió que esa forma de vivir no le satisfacía, que precisaba la compañía de sus congéneres; después de todo, así es la ley de la madre tierra. E intento explicarle todo lo que ella observaba. Él, tozudo, rechazaba lo que escuchaba. Y, así, la golondrina trazó su plan.

A la mañana siguiente la tierna avecilla le propuso a su amigo ir de excursión al mar, exponiendo como razón que hacía bastante tiempo que no lo veía. Una mañana la golondrina le comentó que hacía mucho tiempo que no veía el mar y que le apetecía volar hasta allí suponiendo, además, que a él le gustaría.

Volando a ras de agua y nadando río abajo, alcanzaron el inmenso mar.
Al volver a sentir su brisa, el cetáceo comenzó a saltar de alegría; ella lo contemplaba pensativa: "Este es su sitio y no el lago junto a mí".

-¡Mira cómo juego con las olas, ven a sentir la espuma suave!

-¡No puedo, esas aguas se agitan demasiado para mí!- contestaba el pajarillo, describiendo círculos sobre su cabeza.

Pero de repente, y sin que ninguno de ambos lo advirtiera, apareció otro delfín más pequeño y de piel más clara que desafió a nuestro amigo a hacer una carrera. ¡Y vaya si nadaban deprisa! Tanto que a la golondrina le resultaba imposible seguirlos. Saltaban, volteaban y, por momentos, parábanse uniendo sus hocicos mientras se miraban a los ojos. Y ella comprendió. Supo que el otro delfín era una hembra...(continuará).

La minina
Imagen(Google)

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