lunes, 4 de mayo de 2015

El delfín y la golondrina (parte I)

La historia que sigue, sucedió hace mucho, mucho tiempo, tanto, que los seres vivos, incluido el hombre, todavía se comunicaban entre sí y no existían diferencias en las especies.

Una tibia tarde de primavera, un curioso y aventurero delfín que jamás se había sumergido en aguas dulces, quiso saber que sentiría al nadar entre corrientes tan distintas a las acostumbradas. Por eso, y después de no mucho meditarlo, adentrose por el delta del río que infinidad de veces contempló anhelante desde el mar; remontó su curso hasta encontrarse en mitad de un sereno e inmenso lago, que le pareció el lugar más hermoso y relajante en el que estuvo nunca: ningún depredador acechaba y tampoco era necesario preocuparse por peligrosas corrientes tan habituales en mar abierto y el conjunto de criaturas que allí vivían mostrábanse, por demás, amables y acogedoras. Poco tardo, claro, en establecerse en el remanso dada la posibilidad, también, de curiosear tierra. Algo que siempre le fascinó y que, sin embargo, en pocas ocasiones pudo deleitarse con el debido detenimiento.

Las mañanas las dedicaba a hacer piruetas y carreras consigo mismo en el centro de la gran balsa y, por la tarde, cuando ya se sentía cansado, nadaba hacia la orilla para ensimismarse viendo como se mecían los árboles al ritmo de la brisa, contemplar los colores de las variopintas flores que crecían en la ribera y los extraños animales que habitaban el paisaje. Éstos, que jamás habían visto un delfín, aprovechaban para preguntarle de dónde venía y por qué decidía quedarse allí. Él, amablemente y con un brillo especial en los ojos, les respondía: -¡Oooh, porque es un lugar encantador, un paraíso para mí!

Así transcurrieron los días y, el delfín, que ya formaba parte del lago, conversaba familiarmente con la sabia madre cierva, reía las ocurrencias del quisquilloso señor puercoespín y jugaba con la familia de nutrias que tan buenas nadadoras eran. Pero un día, mientras escudriñaba plácidamente los límites de su nuevo hogar, llamó su atención un pequeño cuerpo negro que parecía descansar junto a la orilla. Se acercó con primorosa precaución a fin de no asustar al bultito, y comprobó que se trataba de un ave irreconocible para él: su plumaje negro como la noche, proyectaba reflejos azulados en la parte superior al contacto con la luz. En el vientre, las plumas aparecían blancas como las nubes que tanto gustaba de perseguir nuestro amigo; no obstante, le extrañó que aquella criatura yaciera en el suelo con las alas extendidas e inmóvil, porque de sobra sabía que este tipo de animales pasaban la vida en el aire.

Aún aumentó su cautela cuando ya estuvo a escasos centímetros del singular pajarillo y, con más de medio cuerpo fuera del agua, lo saludó:

-Hola, señorita ave-.

La alada criatura alzó lentamente su cabeza, mas no contestó; con negros ojos vidriosos, muy quieta, se limitó a mirarlo. El curioso cetáceo apenas tardó en darse cuenta que estaba triste y cansada, pero todavía se atrevió a hacer una segunda pregunta:

-¿Estás enferma?...
(continuará)

texto: La minina
imagen: Google




2 comentarios:

  1. Minina, debo decirte que eres... ¡¡la hostiaaaaaaaaaa...!!

    (Eva)

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  2. Muchísimas gracias por tu comentario. Un placer compartir esta historia con todos.

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