jueves, 22 de septiembre de 2011

Cinismo yankee

No quedaba un solo asiento libre en la siniestra sala del centro penitenciario: policías, magistrados y familiares sedientos de venganza 
clavaban sus ojos en el preso de raza negra que, atado a una camilla, proclamba su inocencia. 
18:58. Apenas quedaban dos minutos. El verdugo había terminado ya de cargar una jeringuilla de plástico igual a las que utilizan los médicos para combatir ciertas enfermedades.
La ejecución, por tanto, estaba a punto de iniciarse y, como es lógico, el silencio dominaba la escena, un silencio que permitía oír claramente el tic tac del minutero cuando, repentinamente, unos apresurados pasos provenientes del fondo del pasillo rompieron el mutismo e hicieron girar las cabezas de la morbosa concurrencia.  
-¡Alto, detengan la ejecución!, ¡ese hombre es inocente de la muerte que se le imputa; aquí tengo las
pruebas exculpatorias!-, exclamó jadeante la abogada del...
...acusado mientras mostraba una carpeta llena de documentos.
No había duda, su cliente era inocente. La ausencia de arma homicida y móvil, sumado a la retractación de siete testigos en los últimos años evidenciaban que, el homicido legal que estaba a pocos segundos de consumarse, era un error. De modo que, sin tiempo que perder, el reo fue desatado y puesto en libertad
recibiendo las más sentidas disculpas de quienes momentos antes le tuvieron por un criminal. Sin duda, 
Estados Unidos volvía a dar una clase magistral del ejercicio de la justicia. -Dios bendiga América-, gritaron todos al unísono entre sonrisas de orgullo y lágrimas de felicidad.
Sin embargo, una vez que se encienden las luces y aparecen los títulos de crédito, la realidad es bien distinta a la dibujada por los propios americanos en sus grandes éxitos de taquilla.
Y esa realidad es que ayer, a las siete en punto de la tarde, nadie iba a la carrera por la milla verde; nadie clamó por la inocencia del condenado; nadie intentó evitar el atropello que supone violar el precepto de la duda razonable e ignorar la retractación de los testigos, además de no conceder importancia a la falta de pruebas y aplicar, finalmente, la pena capital a Troy Davis quien permanecía en prisión desde hace veintidós años por un supuesto crimen perpetrado en 1989 del que, lo único claro, es que nada se sabe con certeza.
"Yo no lo hice. Siento mucho su pérdida pero yo no maté a nadie. Seguir trabajando, indagar, buscar pruebas que hagan justicia a mi caso. Soy inocente", fue lo último que dijo Davis antes de ser asesinado por el estado de Georgia.

El Sietemesino
Imagen (Google)

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